No es lo que parece

jueves, 18 de octubre de 2007

LA ENCINA DEL PÀRAMO
























El sol del medio día cae sobre la estepa castellana. Es otoño y el campo ofrece al cielo claro, ausente de nubes, sus reservas del amarillo del verano. Sólo se escucha el viento, unos grillos y el motor de un tractor alejado, afanado en su cosecha. En medio del paraje una encina dominante se convierte en el centro de atención. Parece que la tierra y el cielo estuvieran en armonía con ella, la buscan las líneas, el horizonte y los colores.


Mi padre y yo nos acercamos conquistados hacia ella, como pidiéndola permiso con nuestro silencio de admiración. Una gran franja de tierra caliza, seca, dura, ayuda a resaltar la majestuosidad de la encina, que irrumpe con sus verdes oscuros y marrones.


Parece una dama negra. Cuando te pones a contraluz, el sol se esconde detrás de sus robustas ramas y se cuelan algunos rayos blancos que flotan en el aire. La encina divisa el horizonte desde su loma, orgullosa de lo que ve.


El cielo azul vuelve a estar salpicado de verde. Las pequeñas hojas de la encina vieja se han extendido por sus ramas arrugadas. La corteza oscura y áspera del tronco torcido habla por ella misma, no hay nada que decir, pero sí hay mucho que ver y que escuchar.


La encina del páramo también puede observar lo que hay por detrás. Los colores nítidos del día parecen escapar de la satisfecha sombra de la encina, que deja su impronta con fuerza en la tierra blanca. Y así fue como en una mañana Castilla nos mostró algunos de sus secretos. Aún donde todo parece árido, si uno observa, descubrirá que allí también brilla la vida, y además lo hace de una manera especial.


María Castrillo Espino

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