No es lo que parece

miércoles, 16 de enero de 2008

HENRI CARTIER-BRESSON

“QUE ESTÉN EN EL MISMO PUNTO DE MIRA EL OJO, LA INTELIGENCIA Y EL CORAZÓN”






























































Biografía

Henri Cartier-Bresson nació en Chanteloupe, Francia, en agosto del año 1908, en el seno de una próspera familia bien relacionada entre los industriales textiles. A los 15 años comienza a desarrollar su pasión por la pintura, vocación que hereda de su padre. A los 23 años comienza su carrera fotográfica y un año después hace su primera exhibición individual en la ciudad de Nueva York. El hecho de provenir de una familia adinerada le permitió desarrollar su interés en la fotografía de manera más independiente que muchos de sus contemporáneos. Después de terminar sus estudios de pintura en 1927-1928 a cargo de André Lhote à Montparnasse y de frecuentar los círculos surrealistas parisinos, decide dedicarse a la fotografía. Es a sus 23 años en Costa de Marfil, cuando recogería sus primeras instantáneas con una Krauss de segunda mano. Publicaría su reportaje el año siguiente (1931). De regreso a Francia, en Marsella, adquirió una cámara Leica, la cual quedaría asociada con su persona. En 1947, él cofunda junto a Robert Capa, David Seymour y George Rodger la agencia Magnum y a través de sus viajes por el mundo definiría la fotografía humanista: visitaría así pues África, México, y los Estados Unidos. En 1936 realizó un documental sobre los hospitales de España republicana y se convertiría más tarde en el asistente del cineasta Jean Renoir.

Formado en la Escuela nacional superior de Bellas Artes, abandona finalmente la fotografía en1970 para dedicarse al dibujo. Un año antes de su muerte 2003, la Biblioteca Nacional de Francia le dedicaría una exposición retrospectiva, con Robert Delpire como comisario. Estos fondos son los que más tarde servirían para la apertura en Paris, en el barrio de Montparnasse la fundación HCB, que asegure la buena conservación de su obra.

Espíritu de reportero

Su espíritu de reportero le hacía viajar por distintas partes del mundo y estar en varios de los grandes acontecimientos del siglo XX, en muchos de ellos sin haberlo previsto. Como el caso del asesinato de Gandhi, con quien estuvo hablando Bresson quince minutos antes de que lo mataran. Estaba en la China cuando llegó el comunismo, en Berlín cuando calló el muro y estuvo en Rusia en el momento preciso. Su mujer dice que “Cartier-Bresson tenía una intuición innata para reconocer lo que está pasando en el mundo”.

Según Morris, el editor ejecutivo de Magnun: “Cartier-Bresson tiene inteligencia, educación y sentido de historia que le viene del corazón. Tiene una gran percepción; entiende a los niños, a las mujeres y reconoce los momentos importantes de la existencia humana”. Esto le hacía estar en los sitios apropiados en el momento preciso.

Su fotografía

Había dos principios sagrados para este artista de la cámara. Uno de ellos era la armonía en la composición. Las cosas debían estar en un orden interno y externo para poder ser fotografiadas. Él decía: “La geometría es lo primero”.

Bresson salía a la calle con la cámara un poco disimulada, sosteniéndola por detrás con las dos manos, con ademán de estar paseando. Y observaba lo que había a su alrededor con atención. Su segundo principio es el de la intuición.

“Primero se piensa lo que se quiere, pero cuando se sale a la calle ya no, lo que domina en ese momento es la realidad, hay que estar receptivo, esperar a que llegue la foto: sí, sí… no, sí… ¡sí!”. La foto es la que viene a uno, sólo hay que descubrirla y Henri sabía hacerlo. La intuición y los sentidos es lo que cuenta, “no hay leyes ni normas, es cuestión de olfato” explicaba Bresson.

Las fotos de Henri tenían una peculiaridad: no se trataba únicamente de fotografiar un momento, sino de capturar el momento que sucede a un movimiento; el silencio que hay después de la palabra. El hombre tiene la facultad de ser imprevisible, de poder cambier las cosas, es genuino, por eso Bresson quería reflejar estos cambios. Él decía: “Lo que debe ser renovado estimula nuestra imaginación”.

Henri también hizo fotografías a personas habiendo hablado previamente, como algunos retratos a famosos. En estos casos no les dejaba posar, sino que les observaba hasta desnudarlos con la mirada. Veía la intimidad de cada uno hasta el punto que resultase violento, era entonces cuando hay algo en el gesto que cambia, que es único, que les muestra tal y como son.

El último consejo que nos da Bresson a los que hacemos lo que podemos en esto de la fotografía, pero que queremos seguir esforzándonos y aprendiendo, es que: “No basta con desearlo, si solo lo deseas no consigues nada, hay que hacerlo. ¡Hazlo!”

lunes, 14 de enero de 2008

ILUSTRAR UN ARTÍCULO II





























































ILUSTRA UN ARTÍCULO II


¿Piensan los jóvenes?






Autor: Jaime Nubiola






Profesor de FilosofíaUniversidad de Navarra






Fecha: 20 de noviembre de 2007






Publicado en: La Gaceta de los Negocios (Madrid)












La impresión prácticamente unánime de quienes convivimos a diario con jóvenes es que, en su mayor parte, han renunciado a pensar por su cuenta y riesgo. Por este motivo aspiro a que mis clases sean una invitación a pensar, aunque no siempre lo consiga. En este sentido, adopté hace algunos años como lema de mis cursos unas palabras de Ludwig Wittgenstein en el prólogo de sus Philosophical Investigations en las que afirmaba que "no querría con mi libro ahorrarles a otros el pensar, sino, si fuera posible, estimularles a tener pensamientos propios". Con toda seguridad este es el permanente ideal de todos los que nos dedicamos a la enseñanza, al menos en los niveles superiores. Sin embargo, la experiencia habitual nos muestra que la mayor parte de los jóvenes no desea tener pensamientos propios, porque están persuadidos de que eso genera problemas. "Quien piensa se raya" -dicen en su jerga-, o al menos corre el peligro de rayarse y, por consiguiente, de distanciarse de los demás. Muchos recuerdan incluso que en las ocasiones en que se propusieron pensar experimentaron el sufrimiento o la soledad y están ahora escarmentados. No merece la pena pensar -vienen a decir- si requiere tanto esfuerzo, causa angustia y, a fin de cuentas, separa de los demás. Más vale vivir al día, divertirse lo que uno pueda y ya está. En consonancia con esta actitud, el estilo de vida juvenil es notoriamente superficial y efímero; es enemigo de todo compromiso. Los jóvenes no quieren pensar porque el pensamiento -por ejemplo, sobre las graves injusticias que atraviesan nuestra cultura- exige siempre una respuesta personal, un compromiso que sólo en contadas ocasiones están dispuestos a asumir. No queda ya ni rastro de aquellos ingenuos ideales de la revolución sesentayochista de sus padres y de los mayores de cincuenta años. "Ni quiero una chaqueta para toda la vida -escribía una valiosa estudiante de Comunicación en su blog- ni quiero un mueble para toda la vida, ni nada para toda la vida. Ahora mismo decir toda la vida me parece decir demasiado. Si esto sólo me pasa a mí, el problema es mío. Pero si este es un sentimiento generalizado tenemos un nuevo problema en la sociedad que se refleja en cada una de nuestras acciones. No queremos compromiso con absolutamente nada. Consumimos relaciones de calada en calada, decimos "te quiero" demasiado rápido: la primera discusión y enseguida la relación ha terminado. Nos da miedo comprometernos, nos da miedo la responsabilidad de tener que cuidar a alguien de por vida, por no hablar de querer para toda la vida". El temor al compromiso de toda una generación que se refugia en la superficialidad, me parece algo tremendamente peligroso. No puede menos que venir a la memoria el lúcido análisis de Hannah Arendt sobre el mal. En una carta de marzo de 1952 a su maestro Karl Jaspers escribía que "el mal radical tiene que ver de alguna manera con el hacer que los seres humanos sean superfluos en cuanto seres humanos". Esto sucede -explicaba Arendt- cuando queda eliminada toda espontaneidad, cuando los individuos concretos y su capacidad creativa de pensar resultan superfluos. Superficialidad y superfluidad -añado yo- vienen a ser en última instancia lo mismo: quienes desean vivir sólo superficialmente acaban llevando una vida del todo superflua, una vida que está de más y que, por eso mismo, resulta a la larga nociva, insatisfactoria e inhumana.De hecho, puede decirse sin cargar para nada las tintas que la mayoría de los universitarios de hoy en día se consideran realmente superfluos tanto en el ámbito intelectual como en un nivel más personal. No piensan que su papel trascienda mucho más allá de lograr unos grados académicos para perpetuar quizás el estatus social de sus progenitores. No les interesa la política, ni leen los periódicos salvo las crónicas deportivas, los anuncios de espectáculos y algunos cotilleos. Pensar es peligroso, dicen, y se conforman con divertirse. Comprometerse es arriesgado y se conforman en lo afectivo con las relaciones líquidas de las que con tanto éxito ha escrito Zygmunt Bauman.Resulta muy peligroso -para cada uno y para la sociedad en general- que la gente joven en su conjunto haya renunciado puerilmente a pensar. El que toda una generación no tenga apenas interés alguno en las cuestiones centrales del bien común, de la justicia, de la paz social, es muy alarmante. No pensar es realmente peligroso, porque al final son las modas y las corrientes de opinión difundidas por los medios de comunicación las que acaban moldeando el estilo de vida de toda una generación hasta sus menores entresijos. Sabemos bien que si la libertad no se ejerce día a día, el camino del pensamiento acaba siendo invadido por la selva, la sinrazón de los poderosos y las tendencias dominantes en boga.Pero, ¿qué puede hacerse? Los profesores sabemos bien que no puede obligarse a nadie a pensar, que nada ni nadie puede sustituir esa íntima actividad del espíritu humano que tiene tanto de aventura personal. Lo que sí podemos hacer siempre es empeñarnos en dar ejemplo, en estimular a nuestros alumnos -como aspiraba Wittgenstein- a tener pensamientos propios. Podremos hacerlo a menudo a través de nuestra escucha paciente y, en algunos casos, invitándoles a escribir. No se trata de malgastar nuestra enseñanza lamentándonos de la situación de la juventud actual, sino que más bien hay que hacerse joven para llegar a comprenderles y poder establecer así un puente afectivo que les estimule a pensar.






viernes, 14 de diciembre de 2007

RETRATOS

Ana Castrillo es la pequeña de mis hermanos. Tiene once años recién cumplidos y su mundo está lleno de juegos e historias que sólo existen en su imaginación. Es una niña teatrera y muy vivaracha. Aunque a veces esa luz se apaga un poco cuando tengo que volver a Pamplona tras pasar unos días en casa.




Pero sin duda, su sonrisa le ilumina la cara. Ana sonríe siempre a la gente que le rodea y cuando va a empezar a reírse mira un poco para abajo para luego soltar la carcajada. Es una niña dulce y sobre todo muy divertida, tiene una risa muy pegadiza que puede robar muchas de éstas a su alrededor, aunque los afectados tengan un humor de perros o consideren absurdas las gracias de los niños.



Pero a pesar de su habitual alegría y gran expresividad que acentúa la vivacidad propia de una niña de once años, Ana puede mostrarse indiferente cuando su mente está centrada únicamente en jugar a la máquina de juegos DS, incluso su mirada en esos casos puede parecer decirte: "¡A ver... que estoy jugando, deja de hacerme fotos!".




* * * *

Arantza es una de las que trabajan en la cafetería de la Facultad de Comunicación de la Universidad de Navarra. Al principio la relación se reduce a los cordiales saludos y a pedir cafés, pinchos o algún plato combinado. Pero a medida que van pasando las semanas y tu cara se le va haciendo familiar esta relación se va estrechando. Tu nombre ya se lo aprende de tanto repetirlo a la hora de la comida para que vayas a recoger tu plato a la barra y también de las conversaciones que van surgiendo del día a día de la facultad de Comunicación. Arantza se convierte en un personaje indispensable de la vida de un estudiante de esta carrera. Cuando coge confianza ella se muestra tal cual es, si tiene un día cansado o está un poco baja de ánimos sus comentarios y su cara no lo ocultan.


Pero ese gesto triste no es el habitual en su cara. De hecho, el que le caracteriza es el de su amplia sonrisa. Con el dinero en la mano para meterlo en la caja registradora, Arantza sonríe a la cámara satisfecha por su trabajo. Esa misma sonrisa es la que nos dedica a los alumnos cuando nos saluda al llegar a la cafetería o cuando nos quedamos charlando con ella un ratillo.



Al final, Arantza se puso a trabajar recogiendo tazas vacías de café de la barra. Su gesto es indiferente mientras realiza esta tarea.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

" Reflejos"





























Hay muchas formas de reflejar la realidad. No solo nuestra cara y nuestros ojos muestran lo que no se ve de nuestro interior, ni solo el espejo tiene el monopolio de enseñarnos el rostro que nunca vemos. La naturaleza y todo lo que nos rodean también reflejan cosas. Por eso en esta práctica sobre los reflejos me he centrado en este último aspecto.

El agua. La primera foto es un árbol, más concretamente, un sauce llorón de la charca de Yamaguchi. Es otoño, y el marrón amarillento de sus hojas acentúa más su carácter melancólico. Como esta situado al borde de la charca, se puede observar perfectamente su reflejo en el agua, el tronco y las ramitas están perfectamente dibujados sobre aquella superficie cristalina.

La luz. El sol que se mueve a lo largo del día y cuya intensidad no es igual siempre, dependiendo de las nubes, la lluvia o de la estación del año, es una fuente mágica de reflejos. En la segunda foto se ve un atardecer reflejado en un edificio, indirectamente. Se podría titular: “Atardece en la ciudad”. Un atardecer de campo o de mar se mostraría únicamente mediante el campo o el mar. En cambio, en la ciudad, no tan pura y directa como la naturaleza, la sombra ascendente sobre la fachada de los edificios y el sol dando sus últimos destellos en las ventanas es lo que nos indica el fin del día.

La tercera foto, una vez más, tiene que ver con la luz. El sol al está escondido tras las nubes y éstas descomponen sus rayos reflejándolos en el aire. La luz sale de entre las tinieblas. Parece que la tierra cantara al salir la luz majestuosa.

Y de elementos de la naturaleza pasamos a realidades más cotidianas. El tendedero de la ropa. Al entrar la luz por las ventanas se ilumina el suelo en el que se refleja la “X” de metal. Se crea la simetría sin necesidad de un arquitecto, sin necesidad de utilizar escuadra ni cartabón.

Paseando por la calle observé el interior de una peluquería que tenía una gran cristalera. Me paré a observar. Espejos, más espejos, cristales en las ventanas en los mostradores, en los muebles que guardan los champús… Primero saqué fotos a la peluquera de espaldas, que peinaba a una clienta sentada orgullosa en la butaca, mientras ojeaba una revista. La cara de la señora lectora y de la peluquera afanosa se reflejaba en el espejo. Pero, esta foto no salió muy bien, pues con el cristal y la distancia no se veía demasiado clara la imagen. Así que opte por aprovechar los inconvenientes: hacer un “colage” de reflejos y la escalera de caracol en medio que divide la foto.

La última foto no es muy buena, pero me llamó la atención el reflejo que producían las cortinas de mi cuarto en la pared con el sol de la tarde. Una luz anaranjada y un reflejo que dibuja formas con un cariz romántico. La columna que está mas cerca parece estar empapelada con el reflejo o como si éste estuviera pintado. Luego, más al fondo, ya se pueden notar los pliegues de las cortinas y un cuadro solo con luz, que refleja un trozo de ventana que no está cubierto por aquella tela inspiradora.

RINCONES DE PAMPLONA

Nuestro profesor nos propuso participar en el concurso de fotografía que el Civican organiza todos los años. Todos aceptamos. Debíamos presentar tres fotos como máximo bajo el tema del concurso: “Rincones de Pamplona”. Por lo tanto la práctica de esa semana era fotografiar lugares o detalles de Pamplona que nos pudieran servir para el concurso.

Me subí al piso 18 de Torre Basoco y fotografíe distintas perspectivas de todo lo que se abarcaba desde allí arriba. Pero la verdad es que en las fotos no se apreciaba todo igual de bien a como yo lo veía. Los detalles se perdían por la lejanía. Así que de todas esas fotos que saqué entregué una en que se veía un conjunto un poco aceptable: En primer plano la ciudadela con una casita antigua, detrás la nueva estación de autobuses que han abierto recientemente, luego salían los típicos edificios de una ciudad, y en el último plano, al fondo, se veía el casco viejo, la Catedral, el corazón de Pamplona. El profesor me arregló un poco la foto y la puso un efecto que parecía estar pintada con pincel, por eso el título que le puse fue Acuarela.

Pero a la hora de publicar las fotos en el blog decidí sacar más fotos tras haber aprendido de mi fallo que lo pagué con la foto del concurso. Para la práctica descendí a tierra firme, al nivel 0 y saqué fotos a medida que daba un buen paseo.

Era un día nublado y frío por la tarde. El sol se asomaba por algunos claros entre las nubes. Este tipo de luz hizo que los objetos se realzaran más como se puede ver en las cuatro primeras fotos. En la segunda se ve el perfil de los edificios y las ramas de un árbol que está en primer plano. Lo que más destaca de esta foto es el reflejo de un claro en el encapotado cielo sobre el agua del laguito de Yamaguchi.

En la tercera foto, la armonía de las líneas realza una construcción urbana de hierro sobre el fondo de cielo. En la siguiente foto ya no se juega tanto con los contrastes. Se ven más colores y detalles: el ladrillo del planetario, el amarillo de las hojas, el verde pardo del césped, los reflejos del agua…

Las formas vuelven a ganar protagonismo gracias al contraste con la luz plateada de aquella tarde. Grandes vigas de hormigón con espacios circulares en el centro dejan pasar las imágenes llenas de vida, que contrastan con el gris frío del cemento.

La última foto es el Mercado de Santo Domingo visto desde un lateral. No parece un mercado, o sí. Me refiero a que tal y como está sacada la foto, el edificio granate con los remates de yeso al lado de una solitaria placita con farolas y bancos puede ser cualquier cosa, desde un mercado hasta una fábrica o una escuela. Esto se debe a que lo importante aquí no es el mercado en sí, sino, el “rincón de Pamplona”.
































martes, 27 de noviembre de 2007

LA PRÁCTICA DE LAS 100 FOTOS


En el momento en que el profesor nos dijo que debíamos hacer una práctica de cien fotos, se formó un murmullo en clase que insinuó lo descabellado de la idea, sobre todo por el dinero que nos podíamos gastar en revelado. Pero el asombro se convirtió en sonrisa, no por eso menos sorprendidos, al saber que eran fotos sin carrete. Debíamos de tirar cien fotos en un día. Como dijo nuestro profesor: “Debíamos aprender a ver el mundo a través de la cámara”.

Decidí llevarlo a cabo el domingo de esa semana. Por la mañana, cogí la cámara nada más levantarme. En mi piso no había problema. El cuarto estaba tímidamente iluminado por una luz anaranjada que se filtraba a a través de los agujeros de la persiana. Salí de mi cuarto y me dirigí a la cocina, la escena parecía pedir a gritos el siguiente título: "Una cocina de piso de estudiantes en una mañana de domingo", tan expresiva… así como los gestos de mis compañeras de piso desperezándose y su andar pesado y lento.

Salí a la calle a comprar el pan a una cafetería donde tomé un café mientras leía el periódico. Me apetecía estar tranquila. Me senté en un taburete que daba al ventanal del local, desde el que se veía la calle, paseada por familias, niños, abuelos… La luz clara de un soleado día de otoño entraba descaradamente a la cafetería y me hizo fruncir el ceño. Veía a las personas de la calle de una manera especial, siluetas a contraluz. No escuchaba sus voves tras el cristal, per veía sus sonrisas, sus lentos movimientos... cogí la camara yseguí haciendo fotos.

Al llegar a comer a casa, el mostrador de la cocina ya estaba lleno de ingredientes para cocinar. Trozos de cebolla iban cayendo del ágil cuchillo de Sofía; el vapor que salía de las cazuelas formaba un globo de humo que se escapaba por la campana; el grifo abierto dejaba escapar continuas gotitas de agua alrededor, mientras Bea lavaba unas hojas de lechuga. Unas fotografías llenas de sabores.

Después de comer, la calma. Las fotos podrían transmitirla con solo mostrar alguna cara con los ojos medio cerrados que se hundía sobre el cojín del sillón, la tele murmuraba de fondo.

Tengo que reconocer que durante ese día no saqué cien veces la cámara, pues a veces era demasiado comprometido. En esas ocasiones me limitaba a fotografiar mentalmente cada gesto o encuadre que merecía la pena ser inmortalizado en una sola imagen. Era como si todo despertara a mi alrededor, cada gesto, cada movimiento, la luz, los colores… cada segundo podría requerir una foto. Pero la verdad es que había momentos más especiales que otros, en los que parecía que todo lo que estaba ahí se ordenaba, como si la foto te estuviera esperando y tú sólo tienes que descubrirla. Parecía haber una armonía interna en todas las cosas.

María Castrillo Espino.

jueves, 8 de noviembre de 2007

ILUSTRAR UN ARTÍCULO

























Las manos de la “amatxi”

Texto de Asier Barandiarán


El 10 de junio de 1973 se celebró en Oiartzun (Guipúzcoa) un homenaje a un bertsolari. A este acto fue invitado Xalbador, el pastor de Urepel (Baja Navarra). Cuando le tocó su turno, se acercó con solemnidad al micrófono. Su figura mostraba a un hombre sereno y rebosante de confianza. Don Juan Mari Lekuona fue el encargado de comunicarle el tema sobre el que debía cantar de un modo improvisado: “Xalbador, éste es tu tema, las manos de la abuela, “amatxiren eskuak”. Tras unos segundos de concentración empezó a cantar con una melodía suave y nostálgica:

Aizu, amona, aspaldian zu etorri zinen mundura,
ta zure baitan ibili duzu zonbait-zonbait arrangura;
nik ikustean begi xorrotxez zuk duzun esku zimurra,
laster mundutik joanen zarela etorzen zeraut beldurra.


Escucha abuela,
hace ya mucho tiempo que viniste al mundo,
y en tu interior has pasado muchas preocupaciones.
Al contemplar con mi fina mirada esas queridas manos arrugadas,
me viene un temor de que pronto tendrás que dejar este mundo.


Los oyentes no esperaban esta salida. Mirando a Xalbador podrían asegurar que no es un ejercicio de erudición y rima el de éste buen pastor. En su cara parecía vislumbrarse una añoranza de esa “amatxi”. Xalbador, sin cambiar el gesto grave y profundo de su rostro, canta su segundo bertso:

Beste amatxi asko ikusi izan ditut han-hemenka,
Jainkoa, otoi, ez dadiela gaukoan eni mendeka:
zure eskuak ez bitza, otoi, behin betiko esteka,
semeatxiak hain maite baitu esku horien pereka.


He visto en todo el mundo a otras muchas “amatxis”,
Señor, por favor, que me perdonen hoy lo que digo,
que tus manos, “amatxi” mía, no se agarroten nunca,
pues éste tu nieto tanto ama las caricias de esas manos arrugadas.


Cuando los oyentes todavía no se habían repuesto de la emoción, Xalbador lanzó al aire su tercer bertso:

Ene amatxik mundu guzian ba ote zuen berdinik?
Dudatzen nago hardu dukeen nehoiz atseginik;
orai eskuak ximurtu zaizko zainak hor dazura urdinik,
eta ez dago arritzekoa horrenbeste lan eginik.


Mi “amatxi” en todo el mundo ¿acaso tendría una igual?
estoy dudando de que alguna vez hubiese tomado un descanso,
ahora se le han envejecido las manos,
y sus venas azules las tiene ahí a la vista,
no es de extrañar... ¡tanta labor han hecho!


Xalbador con esa mirada suya perdida en el horizonte está viendo a su abuela trabajando, hilando la lana, cuidando la olla en el fuego, meciendo la cuna de su nieto, desgranando las mazorcas de maíz o las cuentas del rosario. Una abuela, con unas manos arrugadas, que fue la memoria de esa comunidad familiar.